La Cueva de Altamira fue descubierta en 1868 gracias a que el perro de un cazador se introdujo por una ranura entre las piedras que taponaban su entrada.
Desde entonces, un arqueólogo aficionado santanderino, Marcelino de Sautuola, la visitó repetidamente en busca de restos arqueológicos. Pero hasta el verano de 1879 no encontró las pinturas rupestres en su interior. En esta fecha, la hija pequeña de Sautuola, María, que le acompañaba en una de sus frecuentes visitas a la cueva, ante la sorpresa de su padre, dio casualmente con la sala donde están las pinturas. Sautuola, una vez que comprendió la importancia del hallazgo, lo dio a conocer mediante un breve informe publicado al año siguiente (1880). Sin embargo, la comunidad científica internacional no concedió ningún crédito a su hallazgo, hasta que, al descubrirse dos décadas después otras cuevas con pinturas rupestres de similar calidad en parajes franceses, volvió a la actualidad el descubrimiento de Sautuola (que había muerto en 1888) y se aceptó finalmente que las maravillosas pinturas de Altamira no eran una falsificación, como se había pensado en principio.
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