Homenaje al primer sacerdote


Llueve a cántaros desde hace un mes. Truenos y relámpagos hacen que la tormenta la sufran como una maldición. En el interior de una caverna el hambre, el frío y el miedo se dan un fuerte abrazo oprimiendo a un grupo de veinte humanos que lucha por sobrevivir.

Por Rubén Reveco, licenciado en Artes Plásticas

Los cuerpos se amontonan para darse calor. Algunos se asoman temerosos a la pequeña abertura de la caverna. El peligro es inminente: si sigue la lluvia el agua los inundará. Está la posibilidad de escapar montaña arriba pero los peligros de quedar expuestos al ataque de las fieras los hace desistir. Sólo resta esperar a que la tormenta cese.
Los ancianos y los niños son los primeros en morir. Los sobrevivientes -como lo han hecho desde siempre- sacan sus cuerpos y los dejan expuestos a la intemperie y a la voracidad de los animales carroñeros. A pesar del ruido que provoca el agua al caer, puede escucharse  a las fieras que se pelean al devorar los cuerpos.
El fuego hace días se ha apagado por falta de leña seca. Los felinos pululan alrededor a la espera de que desde el interior de la caverna les tiren otro cuerpo sin vida o moribundo.
Los hombres no saben qué hacer. Se miran con cara de antropófagos, pero los cuerpos muertos de sus semejantes no les apetecen.
Esa noche habían muerto dos más. Un niño y una mujer fueron colocados cerca de la entrada a la espera de que alguien se atreva a sacarlos a la intemperie, pero nadie quería salir. El último en hacerlo no había vuelto. Entonces quedaban ahí, como dormidos e ignorados. De algún modo todos estaban muertos o pronto lo estarían de verdad.
Pasaron dos días más, las escuálidas provisiones se habían acabado, la lluvia que se detenía a veces por un par de horas, arreciaba después con mayor ímpetu. Cierta apatía se había apoderado del grupo. Nada los movilizaba, nada los hacía reaccionar, nada podían idear sus mentes que les hiciera superar ese trance. Y ahí estaban, a la espera del irremediable desenlace.
Un repentino cambio del viento, inundó a la caverna de la nauseabunda pestilencia que emanaba de los cuerpos muertos. Y fue en esa peor circunstancia cuando uno de los hombres activó su capacidad de reacción. En ese instante, y no en otro, fue cuando surgió de entre las sombras su figura – quizá el mayor de todos los que quedaban – en actitud resuelta de idear una solución. Con una rudimentaria herramienta comenzó a cavar en la tierra húmeda. Los otros lo imitaron creyendo que de esa forma entrarían en calor y no se equivocaron. Sólo que cada uno cavaba por su cuenta y en diversos lugares. No habían comprendido la intención que movilizaba a ese hombre que con gestos los invitaba a aunar esfuerzos en un solo lugar. Al rato, jadeantes, lograron abrir un gran orificio en la tierra. Algunos pensaron que esa sería una buena salida por donde escapar.
Entonces el hombre tomó de un pie a uno de los muertos y lo dejó caer. Recién ahí el resto comprendió de qué se trataba y taparon la fosa con tierra con los dos cuerpos en su interior.



Ya había aclarado y no llovía. El hombre, con una mezcla de satisfacción y dolor, profirió un fuerte grito que estremeció a todos los presentes y sorprendió a las fieras cercanas. El resto comenzó a hacer lo mismo y algo extraordinario sucedió en ese instante: de entre las nubes salió el Sol. Los gritos se transformaron en risas y llantos. Los que todavía estaban en la caverna, salieron tapándose los ojos. El Sol enceguecía y volvía a ofrecer su agradable calor.
Interpretaron que al ocultar los cuerpos bajo tierra el astro estaba satisfecho. Ya no llovía y eso significaba que volverían a tener nuevas oportunidades.
Se había concretado un emergente ritual liderado por un hombre que dominaba las fuerzas ocultas de la naturaleza. Y si bien, la vida y la muerte seguían de la mano, desde ese momento contaban con un aliado que brillaba en lo alto y con un intermediario que dominaba entre ellos. Había nacido el primer sacerdote.


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